Aviso, es muy largo, pero es el relato de los últimos km de mi primera maratón. Lo escribí (tal cual lo publico) un par de semanas después de correr aquel día. Hoy, diez días después de correr en Berlín mi segunda maratón, y algo más de tres semanas antes de una nueva edición de la Maratón de Nueva York, me parece el momento perfecto de cerrar el relato. Lo continuo donde lo dejé, en el famoso y temido Puente de Queensboro.
El Puente de Queensboro
Este puente merece su propio apartado, lo describo brevemente. Es un puente con dos niveles, el inferior y el superior, como eslógico. A los corredores nos meten por el nivel inferior, por lo tanto tenemos un techo a unos tres metros de altura. Corremos por el carril izquierdo, por el que vendrían los coches de frente si no cortaran el tráfico. A la derecha tenemos un muro de hormigón de un metro de altura que separa nuestro carril del carril por el que irían los coches en la misma dirección que nosotros. Ese otro carril está vacío, pues no hay ni coches, ni público, ni corredores. Un poco más a la derecha otro muro de hormigón de un metro de altura y los hierros y barras que sujetan el puente, que hacen que la visión sea casi nula. A la izquierda tenemos un tercer muro de hormigón de un metro de altura, que también se une mediante hierros y barras de hierro con el techo. No hay vistas, y por lo tanto la sensación de claustrofobia es importante. Es bastante oscuro, y además no hay público, y según vamos entrando poco a poco y sufriendo la pendiente suave pero continua y sin descanso, el sonido de los incondicionales que nos animan va desapareciendo detrás de nosotros. Y entonces la mente empieza a hacer de las suyas, porque empieza a ser interminable el tramo que une Queens y Manhattan. El sonido, todo sonido que me ha acompañado toda la carrera desaparece, y es el ruido de las miles de zapatillas golpeando el asfalto lo único que me acompaña. Al cabo de un rato paso por un par de zonas en las que la oscuridad es casi absoluta, y tengo que tener cuidado para no tropezar con el corredor que me precede. Pero esas zonas oscuras me marcan que estoy en la mitad, justo en la mitad, del puente. Y a partir de ahí la pendiente empieza a ser favorable. La sensación de claustrofobia y soledad no amaina, pero al menos el esfuerzo es menor. Poco a poco me voy acercando, y lo sé, al final del puente, y poco a poco también empiezo a oír el griterío del público que está esperando en la primera avenida de Manhattan. Pero sigo sin ver nada dentro de ese largo y tedioso puente. Al cabo de otro rato cojo una salida a mano izquierda, y por fin salgo del puente, y lo que ven mis ojos es una valla a mi izquierda, y al frente una gra multitud gritando y animando a los que estamos sufriendo el palizón de la maratón de Nueva York. Me espera una bajada de unos cien metros, y cuanto más abajo estoy mi campo de visión aumenta y mi emoción también, al ver como toda esa gente, todo ese público está esperando a que pasemos los corredores. Me dan ganas de llorar, pero en lugar de eso me fijo que justo al salir del puente pasamos por el cartel de milla 16, es decir, 10 millas, 16 kilómetros para la meta. Y aquí tomo otra decisión importante en la carrera, pues decido por primera vez desde el kilómetro 5 volver a cambiar el ritmo y tratar de exprimir las fuerzas que me quedan en los kilómetros finales. Tomo una curva de izquierdas de 270º que me mete en la Primera Avenida de Manhattan, que está vallada como en la Vuelta a España, y en la que veo cuatro y cinco filas de público absolutamente volcado con nosotros, y estoy, me digo, corriendo por Manhattan y disfrutando del aliento del público.
La Primera Avenida
La primera Avenida es bastante ancha, por lo que decido coger la parte izquierda de la carretera y poner un ritmo más fuerte del que llevaba. Calculo y considero que pasar por el kilómetro 30 por debajo de 2h23' sería señal de que me estoy saliendo. Sigo por tanto con la cabeza concentrada en mi ritmo, y paso por el cartel de dicho kilómetro en 2h22'29”, pulverizando una vez más el pronóstico más optimista. Pero aún me quedan un par de kilómetros por esa avenida antes de dejar Manhattan para hacer una pequeña incursión en el Bronx. Ahí, en los últimos kilómetros de la Primera Avenida, empiezo a tener los primeros síntomas de flaqueza y tras pasar por el kilómetro 30 decido bajar otra vez el ritmo un poco, pues me quedan más de 10 kilómetros que no son ninguna broma. Y con esas, y tras la enésima subidita
, entro en el puente que une Manhattan y el Bronx. Este puente no es claustrofóbico porque no tiene techo, y no tiene tampoco ni mucha longitud ni mucha pendiente, pero es un puente que en vez de asfalto tiene rejilla, y a la rejilla le ponen encima una moqueta naranja. La sensación, tras 32 kilómetros corriendo por asfalto es rara, y los gemelos se te cargan levemente. A pesar de eso yo sigo adelantando corredores, y me planto en el Bronx con ganas de seguir recortándole metros a la mejor carrera del mundo.
El BronxEl cansancio empieza a ser patente, y por primera vez desde que sonó el pistoletazo de salida empiezo a sufrir de verdad, y a entender la grandeza y dureza de acabar una maratón. Pero me quedan fuerzas suficientes para mantener un ritmo vivo a pesar de que el último puente, con su moqueta, ha dejado huella en mis piernas. El Bronx está también lleno de público que se ha decidido a perder la mañana viendo cómo pasamos por su barrio, por sus calles, con el orgullo de querer acabar la maratón más impresionante de todas las que se celebran. Toda la carrera, a pesar de haber transcurrido sin viento, ha hecho bastante frío, y a estas alturas sigue haciéndolo. De hecho, mis manos están echando mucho de menos los guantes que lancé al cielo en algún momento en el Puente deVerrazano hace ya casi tres horas. Al doblar una de las pocas curvas que hay en el Bronx, todas a la izquierda, un termómetro me revela que la temperatura es de 9º. Y con esa temperatura encaro el último puente, el quinto de cinco, en el cual una policía bromista nos dice a los corredores “Please leave The Bronx right now” (por favor abandonar El Bronx ahora mismo). Me dan ganas de decirle que de eso se trata, pero prefiero seguir corriendo y no meterme con las autoridades, y menos en Estados Unidos. Y tras pasar ese puente, me preparo para entrar, ahora sí por última vez, de nuevo en Manhattan por la QuintaAvenida.
La Quinta AvenidaSalgo del puente y hago una chicanne, curva a la derecha y luego a la izquierda para encarar la Quinta Avenida. Allí nos esperan, en el Harlem, grupos de gospel cantando y tocando música. El ambiente es impresionante, con las gentes de este barrio haciendo ruido y disfrutando del sufrimiento que llevamos. Yo ya voy un poco cascado, si bien el ritmo y las sensaciones siguen siendo buenas. El kilómetro 35 me dirá de todas maneras si he bajado mucho el ritmo con respecto a los kilómetros anteriores, y paso por este kilómetro con un tiempo de 2h46'34”, que a pesar de que supone que los 5 últimos kilómetros los he hecho en 24'05”, que es un poco más despacio que el ritmo que llevo desde el kilómetro 5, sigue siendo un ritmo fuerte que me llevará a meta en unos cuantos minutos menos de tres horas y media, objetivo impensable cuando empecé la carrera. Antes de afrontar
la milla 22 rodeo un parque, para lo cual hago una curva de derechas, otra de izquierda, paso el cartel de dicha milla 22, otra curva a la izquierda, y luego otra a la derecha para afrontar de nuevo la larga recta que supone la Quinta Avenida. Sigo con mi ritmo otra milla más, y cuando paso por el cartel de la milla 23 miro mi reloj y compruebo que paso en 2h59'. Recuerdo entonces que mi entrenamiento más largo fueron precisamente 23 millas, y que tardé 4 horas en hacerlo, es decir, que me he comido una hora en esta carrera. Y claro, todo a partir de ahora es nuevo, y aparece el gran muro que tiene preparado esta jodida maratón. De la milla 23 a la milla 24 es subida, con una pendiente no muy fuerte, pero constante, y además me está pillando de imprevisto porque me esperaba esta cuesta ya dentro de Central Park. La calzada de la QuintaAvenida es ancha, pero hay mucho público y no hay vallas, así que la gente, cual etapa del Tourmalet en el Tour de Francia, se mete dentro de la carretera para animar. Y allí me encuentro yo, corriendo, subiendo y sufriendo como los ciclistas en las etapas de montaña, con la gente encima de mí gritando y animando, exigiéndome el último esfuerzo antes de llegar a la meta. Se me hace durísima esta milla que es esta subida. Se me hace tan dura que por fin, cuando acabo la subida y hago una curva a la derecha que me mete en Central Park, voy absolutamente fundido y sin fuerzas. Me salva la excitación de entrar en Central Park que empuja de mí para intentar llegar a meta lo antes posible.
Central Park La entrada a Central Park me recibe con una bien merecida bajada y el cartel de la milla 24. Este cartel me recuerda que me quedan apenas 2.2 millas para llegar a la tan ansiada meta y terminar la carrera. Voy absolutamente fundido, así que decido mirar el crono en la milla 24 y después en la 25 para saber el ritmo que llevo en estos últimos compases de la carrera. Entre los dos carteles trato de dejarme llevar por el numeroso público que ha venido a ver el final de la carrera. Al pasar por la milla 25, y dado el gran cansancio que acumulo, ni siquiera soy capaz de acordarme del tiempo con el que pasado por la milla anterior. Voy tan fundido que mi mente ni siquiera es capaz de calcular de manera aproximada el tiempo que tardaré en llegar a meta y por tanto, cuál va a ser, más o menos, el tiempo final. Además el cartel de la milla 25 me indica que, al ser la maratón 26,2 millas, me quedan apenas 1,2 millas para el final. Sigo con mi agarrotamiento, y además se da la circunstancia de que en el último punto de avituallamiento, a pesar de tener bastante sed decido no coger agua. Para beber agua, tengo que parar y andar. Tal y como voy si paro a beber mis piernas no van a saber ponerse de nuevo a correr, así que sigo pensando que no queda nada para acabar. Llega el cartel que indica que queda 1 milla para llegar a meta. ¡¡No puede ser!!, hace mucho rato que he pasado el cartel de la milla 25, no puede ser que desde entonces sólo haya corrido 0,2 millas, es decir, algo más de 300 metros. Me invade el desasosiego de pensar que voy pisando huevos, que mis piernas ya no me responden, que mi cabeza no puede pensar… y con estos pensamientos salgo de Central Park para recorrer de este a oeste, por la calle Park South, la parte sur del parque. Más o menos a la mitad de la calle Park South me encuentro con el cartel de 0,5 millas para el final y cinco metros después con el cartel de 800 metros para el final. Me empiezo a desesperar de nuevo porque no me veo capaz de correr esa ínfima distancia. Pienso para animarme que son dos vueltas a una pista de atletismo, dos jodidas vueltas. Entonces llegamos a Columbus Circus, apenas unos 300 metros más adelante, donde me espera una gran pantalla gigante, que recoge las imágenes de una cámara que enfoca justo por donde paso al mirar la pantalla. Me veo en esa gran pantalla y tras girar a la derecha para volver a entrar en Central Park, llega otro subidón de adrenalina, pues ya dentro del parque y después de hacer una leve curva a la izquierda, a unos 200 metros puedo ver la meta, la tan ansiada y deseada línea de llegada. Según entro en la recta veo cómo el cronómetro oficial, el que empezó a contar con el pistoletazo de salida, cambia de 3:24:59 a 3:25:00, y como sé que yo salí casi tres minutos más tarde, calculo que voy a llegar en algo menos de 3 horas 23 minutos, toda una hazaña, pulverizando todas las expectativas, incluso las más optimistas que me hacían en la meta en 3 horas 40 minutos. Ahí me recreo, saludo al público yme preparo para uno de los mejores recuerdos que me va a dejar mi vida, la entrada en la meta de mi primera maratón, en la más grande de todas, en la de Nueva York, que como pensé por la mañana, se rinde a mis pies a pesar del mal trago que me ha hecho pasar los últimos 4 kilómetros.
Entro en meta levantando los brazos con mi pañuelo blanco en la mano derecha. Orgulloso, feliz y contento, grito para soltar la adrenalina del momento y dejo que amablemente un voluntario me cuelgue la medalla más merecida de mi vida. Ha sido sin duda una experiencia que me marcará para siempre, la maratón de Nueva York, y ha sido sin duda un logro personal acabarla en mucho menos de cuatro horas. Ahí queda eso, que no es poco y como se dice en mi tierra, con dos cojones.